domingo, febrero 20, 2005

Una carta...

Matilda queria escribir una carta, y rebuscaba en su breve vocabulario para que él se diera cuenta de lo que se trataba el verdadero amor.
Releia y releia las cuatro palabras escritas en su cuaderno, pero no pasaba de un saludo informal y muy comun. Y cuando mas las leia, mas sentía que no tenia que ver con el: con sus ojos oscuros, coquetos, escudrinadores.
Lo recordaba y lo amaba, amaba sus labios hinchados por besos que Matilda no le daba, amaba sus dientes blancos, y su sonrisa encantadora, que tampoco le entregaba a ella.
Lo amaba, eso era lo que sentia, pero aunque le dolia, sabia que a el no le importaba. Matilda lo amaba y no interesaba pasar horas mirándolo.
Y después de pensar en su amor no correspondido, se dio cuenta de que llevaba una hoja y media de carta. La inspiración habia llegado.
Doblo la hoja y la coloco en el asiento de él. Camino unos pasos y salio corriendo del salon.
Cuando él leyo la carta, Matilda iba cruzando la calle. Iba tan absorta en pensar que él podria corresponderle, que no miro el camion que la atropello.
Matilda volo por los aires sosteniendo una mirada de esperanza, pero que al estrellarse su cuerpo con el asfalto se extinguio. Solo sintio como sus vertebras tocaron una melodía mortal, y lo ultimo en su pensamiento fue la sonrisa de sorpresa que él pondría al ver la hoja en su banco.Mientras en la escuela, él le daba un enorme beso a su novia, agradeciendole por esa carta dejada en su banco escolar.

Sofía

Sofía miraba por la ventana. No quitaba su mirada de ese azul mar, que denotaba furia y tormentas.
Los ojos grises de Sofía se llenaban de lágrimas, y aunque miraba fijamente al océano, sus pensamientos estaban cada vez más lejos, atravesando ese mar.
Le dolían los ojos de tanto llorar, pero eso no hacía que menguaran las lágrimas. La garganta la sentía caliente y en su pecho se anidaban los recuerdos, haciendo que su cuerpo menudo y frágil se estremeciera. Pensaba que ya no quería llorar, y menos tan lejos, pero aún lo hacía.
Las gotitas recorrían su rostro humedeciendo su piel morena, y se acumulaban bajo su barba. Al ir recorriendo su cara, dejaban una estela salada que borraba el poco maquillaje que Sofía portaba.
Seguía mirando el mar.
Un suave goteo de lágrimas había comenzado a empapar su camiseta blanca, pero a ella no le importaba. Sentía los ojos hinchados, pero aunque quería detenerse, no podía hacerlo. Lloraba y lloraba sin parar, sintiendo su cabeza como un remolino de recuerdos y situaciones que ya no quería repasar.
La frente le palpitaba, y al cerrar los ojos, imaginaba que los párpados no podían ocultar sus globos oculares, por lo inflamados que estos estaban.
Cuando se alejó de la ventana, la lluvia había comenzado.
Ahora no sólo llovía dentro de Sofía, sino afuera, en esa playa y en ese mar, que ella adoraba desde niña.
Las palmeras se azotaban unas con otras, y los cocos rodaban por la arena. El agua de las olas estaba más oscura y revuelta, y las nubes habían ocultado ya al pequeño astro de luz. El cielo estaba cada vez más turbio.
Sofía se había sentado dándole la espalda a la ventana. Estaba recargada en una pared hecha de troncos de palmera, y sentía como el calor de la madera penetraba sus poros. Seguía llorando y comenzaba a abrazar sus piernas, recargando su cara en las rodillas.
En la playa, la arena comenzaba a levantarse por lo fuerte del viento. Las olas del mar ya se levantaban a grandes alturas. Y las raíces de las palmeras se afianzaban con más fuerza.
Sofía cerraba los ojos, y sabía lo que pronto pasaría.
El techo de palma de la cabaña de la playa iniciaba su viaje. Poco a poco se despegaba de las paredes de madera, y era aventada por el fuerte ventarrón. Parecían plumas a la deriva trazando suaves dibujos en el cielo.
Sofía estaba en un sopor materno y tibio. Los ojos los tenía cerrados, y cuando el viento sopló más fuerte, ella sólo se dejó llevar. Abrió los brazos, y permitió que el aire la levantara. Cuando atravesó las espesas nubes grises, Sofía ya no lloraba, sólo esbozaba una pequeña sonrisa.

De sueños con tinta

Cuando imaginé esta carta, estaba soñando con lo que podía pasar mañana. Las luces en mi rostro dejaban una estela de colores dentro de mis párpados y la imaginación volaba sin descanso.
Cuando imaginé lo que escribiría, no era parecido a esto, ni siquiera un ápice. Las letras eran más grandes, rellenas de colores, tales como los que nadaban en la oscuridad de los ojos, y esas letras no estaban fijas en el papel. Es más, esas letras formaban palabras y palabras, componiendo ellas solas oraciones, párrafos, textos enteros, de dimensiones infinitas o dimensiones mínimas.
¡Qué bonito bailaban esas letras! Parecía que flotaban en una sustancia gelatinosa, brillante y dúctil, que se suspendían en este estado de la materia por unos segundos, para sumergirse después y formar más texto. Hasta podía escuchar el sonido de esas letras de colores pastel filtrándose en ese gel mágico y fragante.
Cuando imaginé esta carta, pensé que las palabras que se formarían serían las típicas de este día, pero también pensé en otras que se tomarían de la mano con el concepto que quería dar en esa misiva. Ahora que materializo esa carta, ninguna de las palabras soñadas, aparece.
Es extraño, lo sé, pero es que las situaciones cambian, y cuando me levanté de la cama y comencé a escribir, las imágenes que en mis sueños percibía, al mirarlas con un foco de 60 watts, tomaron dimensiones reales.
La gelatina donde bailaban mis letras coloridas no existió más, ni siquiera las letras aparecieron, y en ese momento sí pude aplicar el verbo EXTRAÑAR. Ahora sí, Pacífico, extrañe esas letras.
Entonces comenzó a llover la tinta, a empapar el papel, a bañar las ideas. Ahora sí, un diluvio de tinta inundó mis quimeras y me ahogó en una mar de confusiones. Aunque nunca supe de donde llovió la tinta.
Esa tinta chorreaba de todos lados, y esa tinta me sabía tan bien. Esa tinta era como chocolate derretido o como néctar de flores, el caso es que la tinta impregnaba mi cuerpo. Esa tinta hacía que nadara, y que mi ropa se adhiriera a mi cuerpo de manera incómoda, pegajosa y chocante.
Era una tormenta de tinta que tenía la consistencia de la miel de abeja, y el color ambarino de la misma. Sólo que no era miel, sino tinta de miles de bolígrafos que en ese momento volcaban su contenido en mi cuarto.
Mis cabellos embadurnados de miel, se pegaban a mi rostro, y me era imposible quitarlos de él. Mis cabellos largos llenos de tinta sabía rico, y mi lengua se paseaba por ellos y por el contorno de mis labios.
Ahí empezó de nuevo. Esa tinta que llovía, se internó en mi cuerpo, y yo fui la culpable de eso. Al comenzar a lamer mis labios, la tinta encontró un nuevo camino por donde fluir, y se arrastró lentamente por mi paladar, por mi garganta, hasta llegar a mi estómago.
La tinta dentro de mi cuerpo era caliente como aguardiente de la más baja calidad. Sentía como quemaba mi interior, y como ese calor recorría de abajo hacia arriba y de lado a lado, provocando que mi boca se cerrara. Pero después de esa explosión de calor, producía un estado similar a la embriaguez, que me hacía abrir mis fauces al festín de tinta.
Y sí, me embriague de tinta.

Cuando desperté a las siete de la mañana, cuando el gallito cantó, me encontré con un camino de tinta roja en mi rostro, mis dientes y mi lengua. Me levanté rápidamente y encontré, en el suelo, un cadáver de pluma bic, de esas que no saben fallar, en el suelo, con un pequeño charco a su lado. La pobre había muerto a causa de mi estado hilarante y desquiciado, y había perdido la vida, gracias a que yo, como un vampiro le había succionando su flujo vital.