martes, agosto 09, 2005

12.15 pm


Cuando pudo haber despertado, prefirió dormir, cuando por fin despertó, ya era demasiado tarde. El sol estaba muy arriba. Las nubes blancas en su totalidad, brillaban cual algodón en el cielo. Abrió lentamente los ojos y se dio cuenta de que seguía tirada a la mitad de la pradera. A lo lejos se podían mirar aquellas pirámides grisáceas que casi tocaban el azul celeste de esa mañana de verano. Sentía como la camiseta se le pegaba al cuerpo, pues el calor húmedo la sofocaba completamente. Escuchaba como zumbaba uno que otro insecto alrededor de ella y en el pie izquierdo una roncha, inflamada y rojiza comenzaba a darle comezón. Se amarró el cabello, se colocó la mochila a la espalda y se encaminó a la construcción más cercana. Al llegar al pie de la pirámide y caer en la cuenta de que eran muchos y pequeños escalones, sacó una naranja de la bolsa amarrada a un extremo de la mochila. Comenzó a quitarle la cáscara y comerse uno a uno los gajos. Respiró hondo después de haber terminado su frugal desayuno y comenzó a subir.

Gruesas gotas de sudor comenzaron a escurrirle de la frente, y la nuca. Sentía calientes las mejillas, y el cabello se le pegaba a la cara. Cuando llegó, más o menos a la mitad de su recorrido, volteó lentamente hacia atrás y descubrió que podía ver ya algunas copas de los árboles desde arriba. Aquel panorama verde la instó a seguir subiendo, y con mayor vigor llégó a la cima. Desdé arriba un viento la azotaba tiernamente. Le secaba el sudor del rostro y refrescaba tanto el paisaje que dejó a un lado su mochila. Sacó su pequeña cámara y disparo unas cuantas fotos. Se sentó en el límite trasero de la pirámide, colgando los pies. Antes sus pies se extendía un gran mar verdoso, pues esa sensación daban los árboles, tan juntos, tan etéreos, estremeciendo su hojas al ritmo que el viento les tocaba.

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