Cuando imaginé esta carta, estaba soñando con lo que podía pasar mañana. Las luces en mi rostro dejaban una estela de colores dentro de mis párpados y la imaginación volaba sin descanso.
Cuando imaginé lo que escribiría, no era parecido a esto, ni siquiera un ápice. Las letras eran más grandes, rellenas de colores, tales como los que nadaban en la oscuridad de los ojos, y esas letras no estaban fijas en el papel. Es más, esas letras formaban palabras y palabras, componiendo ellas solas oraciones, párrafos, textos enteros, de dimensiones infinitas o dimensiones mínimas.
¡Qué bonito bailaban esas letras! Parecía que flotaban en una sustancia gelatinosa, brillante y dúctil, que se suspendían en este estado de la materia por unos segundos, para sumergirse después y formar más texto. Hasta podía escuchar el sonido de esas letras de colores pastel filtrándose en ese gel mágico y fragante.
Cuando imaginé esta carta, pensé que las palabras que se formarían serían las típicas de este día, pero también pensé en otras que se tomarían de la mano con el concepto que quería dar en esa misiva. Ahora que materializo esa carta, ninguna de las palabras soñadas, aparece.
Es extraño, lo sé, pero es que las situaciones cambian, y cuando me levanté de la cama y comencé a escribir, las imágenes que en mis sueños percibía, al mirarlas con un foco de 60 watts, tomaron dimensiones reales.
La gelatina donde bailaban mis letras coloridas no existió más, ni siquiera las letras aparecieron, y en ese momento sí pude aplicar el verbo EXTRAÑAR. Ahora sí, Pacífico, extrañe esas letras.
Entonces comenzó a llover la tinta, a empapar el papel, a bañar las ideas. Ahora sí, un diluvio de tinta inundó mis quimeras y me ahogó en una mar de confusiones. Aunque nunca supe de donde llovió la tinta.
Esa tinta chorreaba de todos lados, y esa tinta me sabía tan bien. Esa tinta era como chocolate derretido o como néctar de flores, el caso es que la tinta impregnaba mi cuerpo. Esa tinta hacía que nadara, y que mi ropa se adhiriera a mi cuerpo de manera incómoda, pegajosa y chocante.
Era una tormenta de tinta que tenía la consistencia de la miel de abeja, y el color ambarino de la misma. Sólo que no era miel, sino tinta de miles de bolígrafos que en ese momento volcaban su contenido en mi cuarto.
Mis cabellos embadurnados de miel, se pegaban a mi rostro, y me era imposible quitarlos de él. Mis cabellos largos llenos de tinta sabía rico, y mi lengua se paseaba por ellos y por el contorno de mis labios.
Ahí empezó de nuevo. Esa tinta que llovía, se internó en mi cuerpo, y yo fui la culpable de eso. Al comenzar a lamer mis labios, la tinta encontró un nuevo camino por donde fluir, y se arrastró lentamente por mi paladar, por mi garganta, hasta llegar a mi estómago.
La tinta dentro de mi cuerpo era caliente como aguardiente de la más baja calidad. Sentía como quemaba mi interior, y como ese calor recorría de abajo hacia arriba y de lado a lado, provocando que mi boca se cerrara. Pero después de esa explosión de calor, producía un estado similar a la embriaguez, que me hacía abrir mis fauces al festín de tinta.
Y sí, me embriague de tinta.
Cuando desperté a las siete de la mañana, cuando el gallito cantó, me encontré con un camino de tinta roja en mi rostro, mis dientes y mi lengua. Me levanté rápidamente y encontré, en el suelo, un cadáver de pluma bic, de esas que no saben fallar, en el suelo, con un pequeño charco a su lado. La pobre había muerto a causa de mi estado hilarante y desquiciado, y había perdido la vida, gracias a que yo, como un vampiro le había succionando su flujo vital.
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