Aquella tarde llovía, y las gotitas se imprimían lentamente en el cristal. La música esa tarde no se detuvo ni un segundo, y nuestros bocas se unían en grandes besos. Sentía un palpitar constante en mi cuerpo y la piel cosquilleaba al contacto con su piel. Sencillamente sentía que la atmósfera que habíamos creado nos envolvía. Y sin más, nos pertenecíamos el uno al otro. Poco a poco un letargo me fue envolviendo y mientras recordaba aquellos besos, me quedé dormida. A los minutos que desperté, el ocaso ya había terminando y una bella oscuridad gobernaba. La recámara estaba sumergida en las penumbras, pero sus brazos sostenían mi cintura desnuda. Volteé lentamente y lo miré fijamente mientras dormía.
En ese momento supe que era mío,
mío,
mío...
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